El fenómeno de los linchamientos a presuntos autores de robos y otros delitos no es fortuito, es el resultado de las influencias nocivas que estimulan conductas agresivas, asentadas como opción frente a lo que se considera salida justa. Una medida extrema que involucra a decenas de personas marcadas por la ira, frente a quienes son atrapados in fraganti por multitudes enardecidas.
Así está ocurriendo en la República Dominicana, donde la falta de justicia propicia el desarrollo de conductas agresivas en las masas asediadas por delincuentes que matan para robar baratijas. Lo que estamos viviendo llama a preocupación. Ya perdimos a un joven estudiante un día antes de graduarse. Lo sufrimos a diario con las muertes de oficiales de la Policía Nacional, con el asesinato salvaje de una pareja de esposos en la provincia de Pedernales, y con la ola de actos criminales que estremecen a toda la sociedad.
Como dice la canción: “La vida no vale nada” y con una justicia maleada, ciega ante los violadores de la ley, el pueblo desprotegido recurre a un medio extremo de defensa que puede considerarse como un acto salvaje, cruel e inhumano, que puede llevar a cometer peores injusticias, reconociendo que cualquier persona puede ser linchada de forma injusta. Pero dado el caso, los responsables son los que reniegan de cumplir con su deber: jueces benignos, fiscales que operan por mandatos políticos, y autoridades que en sus afanes de riquezas actúan de espaldas al deber.
El pueblo demanda castigos severos para quienes violan, asesinan, roban y atracan. Para los que vulneran la paz ciudadana, para los que engañan y estafan, y para los que en el ejercicio de funciones públicas, envían la señal malsana de que con dinero todo se compra, hasta las sentencias de altos tribunales. Es en ese contexto deplorable, donde crecen y se reproducen los linchamientos, que dejan como mensaje: que antes que ir a los tribunales, el pueblo prefiere hacer justicia por su propia cuenta.