La política, más que ciencia, se define como el arte de las conveniencias. Un concepto que se distancia de la función primaria, concebida por Juan Pablo Duarte, quien sostenía que era la ciencia más pura después de la filosofía.
Sin embargo, en la política vernácula confundimos la política con la politiquería, asumiendo como válidas todas las trapisondas, mezquindades y desmanes que permitan a cualquier individuo pasar por encima de la ética para alcanzar sus objetivos.
Así lo vivimos a diario, donde los propios ciudadanos se van prostituyendo, dejando de lado la moral y los principios, tan sólo para recibir beneficios.
Y es que en medio del descalabro social, pocos se abrazan al ideal de construir una mejor sociedad, sin pescar en el mar de las posibilidades que se presentan en la política.
Lo anterior explica por qué dirigentes de un mismo partido se miran como enemigos cuando se presume que están abrazados a una bandera, a una ideología y a un mismo proyecto de desarrollo. El escollo, sin duda alguna, está en los intereses individuales, en los afanes por ascender o quedarse en un cargo que en ocasiones a muchos les queda grande.
Y así vemos que por el fuego de los intereses, una vez ostentan cargos elevados, desconocen e irrespetan a sus dirigentes, mofándose de los lineamientos políticos cuando van dirigidos a fortalecer el partido.
Son esos los que se apandillan para enfrentar a los líderes, se unifican en el despropósito de hacer fracasar las actividades programadas y tratan con menosprecio a quienes no se cuentan entre sus adeptos. Son cavernícolas disfrazados de políticos que van alentando el malestar, proyectando el falso concepto que apunta a definir la política como el arte de las conveniencias.
Ojalá poder despertar en un escenario distinto, donde por encima del interés personal asumamos trabajar por el bien común sin denostar de los demás ciudadanos que por derecho pueden aspirar a un cargo público sin que eso implique verlos como enemigos.