Nada ocurre por casualidad. Hasta la pobreza y la marginalidad son provocadas, se acentúan y desgarran a los pueblos en la medida en que crecen las desigualdades. El principio de equidad se concibe como una utopía cada vez más distante de los seres humanos. Así unos pocos, concentran la casi totalidad de las riquezas, se reparten los poderes públicos, y reducen a las mayorías a simples espectadores de las bonanzas que hoy ostentan.
La lucha por mejores condiciones de vida, por fuentes de empleos, por salarios justos, y por un sistema de seguridad social que garantice cobertura para todo tipo de enfermedades, así como también, por un régimen de pensiones que permita a los trabajadores un retiro digno, se constituyen en consignas que se repiten cada año, como señal inequívoca de la marginación más degradante.
Y si a esto agregamos las debilidades del sector educativo, el descalabro de la producción agropecuaria y los elevados impuestos que castigan a los sectores de menos ingresos, debemos concluir, que nos vamos alejando cada vez más del progreso colectivo, que los recursos que ingresan a las arcas del Estado no son bien distribuidos, y en la mayoría de los casos, como ha sido denunciado, se pierden en los bolsillos de la corrupción.
De ahí nuestra reflexión: Nada ocurre por casualidad. La pobreza es provocada por la irresponsabilidad, y por la voracidad de quienes van al Estado a defraudar a los de abajo, a los que cada cuatro años acuden a las urnas para empujar hacia los cargos, a muchos que luego pagan con ignorarlos.
Y mientras tanto, sigue el pueblo esperando, soñando con recibir la atención del Estado, esperando por obras que viene reclamando, esperando porque desde arriba miren hacia las comunidades en su lucha constante porque les resuelvan parte de las necesidades elementales; y que por fin, impere la justicia en nuestra sociedad. Esto, obviamente, debía estar en la agenda de quienes van a las funciones públicas, supuestamente con la misión de representarnos