Con frecuencia nos quejamos de los altos índices de violencia y criminalidad que sacuden a la sociedad. Asistimos a unos de los episodios más degradantes donde la vida -al parecer- es lo que menos importa. Los últimos hechos sangrientos ocurridos en el país evidencian lo mal que andamos como sociedad, viendo rodar los principios y valores en una orgía de sangre que parece no tener fin.
Antes de finalizar el año, la provincia Peravia fue estremecida por la muerte a machetazos de un hijo de la comunidad El Limonar, y a sólo minutos de iniciar el nuevo año, ya el país comenzaba a contar las muertes por feminicidios. Sin dudas, la violencia y la criminalidad se acentúan como un cáncer difícil de extirpar en una sociedad que pide a gritos la implementación de un programa de salud mental que permita reorientar la forma de actuar de los ciudadanos.
Obviamente, en lo que se toman esas medidas, el pueblo aspira a ver descontaminadas las ciudades, hoy atestadas de centros de perversión, donde la inversión va enfocada a estimular la prostitución, la corrupción, el alcohol, las drogas y la delincuencia, con la anuencia de funcionarios irresponsables que otorgan permisos para abrir centros promotores de vicios que transforman la cultura de los pueblos.
Entonces nos quejamos de las conductas agresivas, de la falta de civismo, de la ausencia de valores y la degradación moral que arrastra la población. Y a esa triste realidad se agrega la falta de protección a la familia que vive constantemente amenazada y agredida por propietarios de negocios que atentan contra la paz y la sana convivencia, vulnerando el derecho de los demás. Y así no podemos continuar.
Las conductas agresivas, la tendencia a la violencia y el crecimiento de la criminalidad son alimentados por quienes se muestran indiferentes, actuando con irresponsabilidad desde las posiciones que ocupan en el Estado.