Con sobrado orgullo nuestros antepasados se ufanaban de los logros obtenidos por nuestros munícipes, destacando las figuras cimeras que en el parnaso de las letras iluminaron desde el lar nativo todo el continente. Muchos de esos ilustres hijos de Baní emigraron con prestancia al redíl de la política, escribiendo páginas gloriosas a favor de la República.
Así aportamos a la nación, cinco presidentes, sin contar la cantera de funcionarios de primer orden, entre los que resaltan cancilleres, presidentes de la Suprema Corte de Justicia, embajadores y directores de instituciones estatales, cuyo accionar diligente, validaron su desempeño cívico. Hoy, treinta años después, cuando las lumbreras del conocimiento se esparcen con mayores fulgores, el banilejo no cuenta, no trasciende para ser reconocido como figura idónea para ocupar una función pública de relevancia.
Hemos involucionado hasta el punto de que en las últimas tres décadas de ejercicio político, ningún banilejo ha merecido ocupar un cargo ministerial en el Estado dominicano. Entonces, ¿qué ha pasado, en dónde hemos fallado? ¿Por qué en el seno de las agrupaciones políticas no contamos con un peraviano en condiciones de ocupar posiciones de envergadura como ocurría en el pasado?
Estas y otras preguntas debían concitar la reflexión. Baní es un pueblo de historia y tradición. Somos herederos del legado inmaculado de Francisco Gregorio Billini, de Máximo Gómez, y de otras tantas familias consagradas a la política y la literatura, como los Inchaustegui Cabral.
El hecho triste de que hoy nos clasifiquen como ciudadanos de segunda, que votamos para elegir presidentes de la República que una vez instalados en el Palacio, no encuentran cualidades ni méritos para escoger uno de nuestros munícipes para dirigir un ministerio, debía constituirse en un motivo de vergüenza. Reflexionemos hoy en lo que fuimos ayer para que avancemos en vez de retroceder.