La naturaleza del individuo se define por el conjunto de valores que proyecta en la sociedad. Sus rasgos característicos evidencian su condición humana y determinan el curso inexorable de su trayectoria social. Desde esta praxis conceptual podemos afirmar que la dignidad es la cualidad del que se hace valer como persona, se comporta con responsabilidad, actúa con seriedad y con respeto hacia sí mismo y hacia los demás. En otras palabras, el que actúa con dignidad no deja que lo humillen ni humilla a los demás. Vivir bajo el sol reluciente de la dignidad invita a reconocer el esfuerzo, la dedicación y el sacrificio de otros, respondiendo con gratitud, consideración y respeto. Esa es la idea fundamental contenida en la Regla de Oro: “Trata a los demás tal como querrías que te trataran…” En toda acción e intención, en todo fin y en todo medio, trata siempre a los demás con el respeto que le corresponde por su dignidad y valor como persona. Obviamente, en el entorno social solemos escuchar que “las aves de una misma especie vuelan juntas” como muestra inequívoca de identidad. De ahí que la persona que actúa, se mueve y profesa la moral con el escudo impenetrable de la dignidad tiene que acuñar el refrán popular que apunta hacia la mujer del César, indicando que “esta no sólo debe ser seria, sino que también debe aparentarlo”
Desde ese ámbito, sin motivación expresa a la segregación social, es entendible que los intelectuales se junten, al igual que los profesionales de las mismas áreas, los artistas, artesanos, obreros y comerciantes. Claro está, en medio de la diversidad, además de los principios de moralidad está la ética que enmarca la naturaleza humana. Quien actúa con dignidad cuida su integridad moral con la espada del reconocimiento de la realidad social. Ese reconocimiento nos dice cómo debemos comportarnos, con quienes podemos aliarnos, y de quienes debemos alejarnos. No es posible vivir plenamente la dignidad en condiciones degradantes, por eso es necesario que desde el Estado se impulsen políticas públicas dirigidas a procurar que los ciudadanos vivan en condiciones dignas, con servicios de calidad, superando los niveles de pobreza, con mayores y mejores atenciones médicas, con fuentes de empleos, educación y vivienda. Esto y un largo etcétera contribuyen a elevar la dignidad humana, pero siempre de la mano con lo espiritual, porque la dignidad se concibe como el muro de contención frente a los desbordamientos que amenazan con arrastrarnos hacia el despeñadero moral.