La gente se queja, se irrita y protesta por la alta contaminación sónica que se registra en los diferentes espacios de la ciudad. Vivimos en el sobresalto, sufriendo las inclemencias de ruidos estridentes que convierten la convivencia en un infierno. Baní, la antigua ciudad apacible, donde los vecinos al medio día dormían sus siestas, se encuentra asaltado por factores que delatan la falta de conciencia de muchos individuos que no paran de hacer ruido. Y no les importa, ni respetan clínicas ni hospitales, como tampoco las escuelas, colegios y universidades. Estamos atrapados en una comunidad donde poco a poco vamos perdiendo la capacidad auditiva. Y no importan las denuncias: siguen las guaguas anunciadoras con sus rutinas, promoviendo fiestas y productos a cualquier hora del día, siguen los teteos con música en las esquinas y ni hablar de los mozalbetes que se pasean calibrando sus motocicletas con ruidos descomunales. Pero lo peor es que los primeros sordos son las autoridades llamadas a corregir el cúmulo de factores que intervienen para alterar la vida de los ciudadanos.
La situación es alarmante. Llegamos a pensar que Baní está entre las ciudades más ruidosas del país. Y es que los organismos anti ruidos parece que no cuentan con mecanismos de control. De ahí el sufrimiento de muchos enfermos que no pueden conciliar el sueño en ningún momento. Sin embargo, lo peor es que los ruidosos y escandalosos, los que circulan hasta sin mofler frente a los destacamentos policiales y frente a los agentes de la DIGESETT, son invisibles porque nadie los detiene.
Mientras tanto, nos conmueve lo que está pasando, porque nos estamos quedando sordos, comenzando por las autoridades.